jueves, 26 de junio de 2014

CÓMO CRECEN LOS ÁRBOLES



Aún recuerdo la conmoción y el profundo impacto que ocasionó en mí y el resto de espectadores la obra Respira de Eduardo Adrianzén, estrenada el 2009. Sospecho que esto fue posible porque se encontró un equilibrio entre el trabajo estético y la reflexión crítica; pese a tratar el tema más doloroso que le tocó vivir al Perú en el siglo XX: el terrorismo y la guerra interna. La historia era sencilla: El hijo mayor de una familia de la alta clase tradicional limeña decide pasar a la clandestinidad, entonces devasta a su familia; y, en especial, a su hermano menor. ¿Cómo una historia tan sencilla podía ser tan crítica y reflexiva a la vez? Solo ahora puedo vislumbrar la respuesta a esa pregunta, y apelando a la memoria y a la intuición puedo decir que la lectura que nos ofreció Respira funcionó porque la columna vertebral de la puesta en escena fue un sólido manejo simbólico y estético. La metáfora del hermano menor indefenso, que debe superar su miedo al agua, a la vez que supera la pérdida del hermano mayor; y el simbolismo religioso encarnado en la figura del Cristo-personaje que interviene, cuestiona e ironiza las decisiones del joven que piensa unirse a Sendero brindan profundidad y soporte a la obra. Por estos elementos, entre otros, se evita caer en el patetismo extremo.


La (a)puesta de Cómo crecen los árboles es más ambiciosa y arriesgada. Se quiere brindar una lectura del terror desde nuestros días. El objetivo crítico y reflexivo es explícito. Incluso podemos pensar que la obra es una gran alegoría irónica donde participan los principales actores de la gran tragedia nacional que fue y es aún el periodo de violencia interna. Dante (Emanuel Soriano) es inteligente y perspicaz y estudia para chef. Su madre, Maritza (Denise Arregui), trabaja para una ONG y despotrica de vez en cuando contra el sistema ideológico neoliberal: «No te da pena que el país se haya convertido en una marca», « ¿clase media por qué pueden comer un pollo a la brasa cada cierto tiempo?». Su novia, Vania (Camila Zavala), es una niña bien, el más caro emblema de que las cosas han cambiado poco o nada: «La vida es demasiado rara como para soportar la realidad». Y el padre, que reaparece después de muchos años, es genocida y fascista; y el instructor de kung fu, senderista; y la empleada, ayacuchana. Sin duda, Adrianzén lleva la recreación alegórica hasta un límite extremo, en busca de brindar una lectura crítica del contexto en que vivimos actualmente. Estamos ante el intento de un ensayo que en vez de palabras use la vida misma; es decir, el teatro. 




Decimos que es un intento pues Cómo crecen los árboles no tiene el poder estético ni reflexivo de Respira. La metáfora de los árboles no soporta el peso emocional y crítico de la obra. El mensaje es demasiado prosaico y explícito. Aún no hemos encontrado la receta… debemos caminar al lado de las penas… El monólogo final de Dante es poco más que un intento de asimilación de la alienada realidad (donde poco a nada ha cambiado desde los años 80) y poco menos que un discurso congresal. Pero esta obra no es la primera que recurre al poder del discurso patético para provocar un efecto en el espectador. Bolognesi en Arica (2013) de Alonso Alegría concluye con los héroes del Morro de Arica cantando el himno nacional, y tú (o sea yo) parado, al borde de las lágrimas. Estas obras ciertamente son valiosas por su aporte analítico e histórico. El que no conoce la historia de la defensa del Morro podría ver la obra de Alegría. El que no tiene idea cómo funciona el discurso terrorista, que cree detentar la verdad porque la moral y la justicia burguesas son construcciones enajenantes; o no conoce el discurso genocida que animaliza al otro para poder matarlo, podría ver la obra de Adrianzén. El problema es que el poder esclarecedor de una obra teatral va mucho más allá. El teatro solo no debe dar cuenta de la realidad; sino que, además, debe procurar transformarla. Lógicamente, todo esto es conocido, así que solo nos resta decir que esperamos que este uso facilista de lo patético no se convierta en un mal hábito de la dramaturgia nacional.   


lunes, 9 de junio de 2014

TODOS ERAN MIS HIJOS



Para algunos intelectuales contemporáneos el sujeto crítico de Kant está siendo reemplazado por otro tipo de hombre, uno despojado de juicio e impulsado a gozar sin límites. Es que en nuestros días la culpa parece estar vinculada casi exclusivamente con el ámbito jurídico. Pues cada día más personas actúan sin medir ni evaluar las consecuencias. Divagando en torno a este tema podríamos decir que, quizás, esto se deba a que las personas ya no se comprometen con nada. Hoy el compromiso más grande es con la satisfacción personal; en consecuencia, «esas pequeñas revoluciones privadas» ocasionadas por la conciencia han pasado a un segundo plano.  



A diferencia del contexto actual, son justamente esas revoluciones de la conciencia las que estructuran la obra Todos eran mis hijos de Arthur Miller. Esta es una apasionante tragedia contemporánea que critica los excesos y las ilusiones del modelo capitalista. Su trama principal es el sentimiento de culpa que nace del conflicto entre el compromiso personal y familiar, y el compromiso con el país. Luego de la Segunda Guerra Mundial la familia Keller busca estabilidad social y económica. Pero la muerte de su hijo mayor y la sombra de una gran mentira negada y ocultada por Joe y Kate Keller no los deja vivir en paz. Joe Keller (Víctor Hugo Vieyra) vive negando su culpa en un accidente de guerra; y, en ese afán, culpa a un ex empleado y amigo suyo, padre de la prometida de su hijo muerto Ann Deever (Natalia Cárdenas). En el transcurso de la representación el hijo menor de los Keller, Chris (Sebastián Reátegui) y George Deever (Francisco Cabrera), hermano de Ann, se encargan de descubrir las mentiras que sostienen la vida de los Keller. Las formidables actuaciones de Víctor Hugo Vieyra y Attilia Boschetti son secundadas por las demás, todas sobresalientes. Los diálogos son atentos y claros, de manera que la historia se construye con facilidad. Kate Keller (Attilia Boschetti) es el personaje paradigmático y más complicado de la obra. Ella sostiene la mentira de su esposo, actuando para la vida, mintiéndole a la vida misma. El personaje, Kate, actúa su propia vida para negar sus dolores, para proteger su estabilidad emocional, para resguardar sus miedos. 


En cuanto a la dirección, Tolentino siempre lleva al límite sus obras y es totalmente consciente de ello: « […] llevo ese síntoma trágico de los personajes de Miller a otro plano, quizás al de una poética de la ruptura con lo cotidiano, y de ruptura también, con lo que aprendimos o suponemos que es lo teatral». En Japón, otra obra suya a la que pudimos asistir, la superación de lo estrictamente “teatral” fue evidente. Con Todos eran mis hijos, vemos que esta particular manera de encarar una obra no conoce límites ni tampoco fórmulas, sino que es «una [constante] reflexión sobre el propio teatro». Lo más fácil de percibir es la imponente escenografía, la cual juega con los espacios y está diseñada para soportar efectos de iluminación y música cercanos al cine. A través de estos aspectos, que pueden parecer secundarios, Tolentino maneja a su antojo la representación, y crea un efecto sugestivo que permite enfocarnos en el sufrimiento, las tribulaciones y el miedo de los personajes, pues estos se ven afectados completamente por la disposición del escenario. De manera que, en esta puesta en escena vamos a poder sentir esa revolución de la conciencia, «esas pequeñas revoluciones privadas» que a toda costa buscamos evitar.